Cosas curiosas que saber sobre lo hermoso y lo apto.

No es mi intención daros a entender una opinión personal de lo que considero como hermoso y apto, ya que esa me la guardo, sino daros a entender parte de mi posición con respecto al tema a través de esta opinión más que autorizada sobre el tema. Espero que os llegue tanto como me ha llegado a mi y contribuya a diluir algunas posturas un tanto erróneas que se han alzado últimamente.

"Pero aún no había yo reparado que la clave de tan gran cosa es vuestro arte, oh Dios todopoderoso, único autor de maravillas (Ps. 71, 18; 135, 4); e iba mi pensamiento recorriendo las formas corpóreas, y definía lo hermoso "lo que parece bien por sí mismo", y lo apto "lo que conviene a otro"; y así los distinguía; y lo confirmaba con ejemplos de objetos corpóreos.
Pasé a considerar la naturaleza del alma; mas falsa opinión que tenía de las cosas espirituales no me dejaba ver la verdad. Se me venía a los ojos la misma fuerza de la verdad, mas apartaba yo la mente palpitante del ser inmaterial a las figuras, colores y moles abultadas; y porque no podía hallar estas cosas en el alma, juzgaba que no me era posible ver mi alma. Y como en la virtud me agradaba el sosiego, y en el vicio me disgustaba la discordia, advertía yo en aquélla una cierta unidad, y en éste una cierta división. Y parecíame que en aquella unidad consistía el alma racional y la naturaleza de la Verdad y del sumo Bien; y en aquella división opinaba yo, desdichado, que había no sé qué sustancia de vida irracional, y la naturaleza del sumo Mal; la cual no sólo era sustancia, sino verdadera vida, que, sin embargo, no provenía de Vos, Dios mío, de quien proceden todas las cosas. Y a la sustancia del Bien llamaba Mónada (unidad), una como mente sin sexo; y a la sustancia del Mal llamaba Diáda (dualidad), la cual es ira en el crimen, concupiscencia en la liviandad. No sabía lo que me decía; no sabía, ni había aprendido aún, que ni el mal es sustancia alguna, ni nuestra propia mente es el bien sumo.
Porque así como hay crímenes si el movimiento irascible del alma, donde reside la impetuosidad, se vicia y se arroja atropellada y desenfrenádamente; y hay delitos vergonzosos si se desmanda lo concupiscible con que el alma siente los deleites carnales, así también los errores y opiniones falsas amancillan la vida cuando la misma inteligencia racional está viciada, como lo estaba entonces en mí, sin saber que debía ser ilustrada con otra luz, para ser participante de la verdad, pues no es ella la verdad sustancial. Porque Vos, Señor, sois el que habéis de dar luz a mi lámpara; Vos, Dios mío, alumbraréis mis tinieblas (Ps. 17, 29), y de vuestra plenitud hemos recibido todos (Jn., 1, 9); y en Vos no cabe mudanza, ni oscuridad, ni movimiento (Jac., 1, 17).
Esforzábame yo por llegar a Vos; mas era rechazado por Vos para que gustase la muerte; porque Vos resistís a los soberbios (1 Petr., 5, 5); y ¿qué es mayor soberbia que afirmar con extraña locura que yo era por naturaleza lo que sois Vos? Porque siendo yo mudable, y reconociéndome tal por el hecho de que precisamente para mudarme de peor en mejor buscaba ser sabio, prefería, sin embargo, creeros a Vos también mudable, antes que creer que no era yo lo que sois Vos. Por esto me rechazabais, y resistíais a mi hinchada cerviz. No acertaba sino a fantasear formas corpóreas; y siendo carne, acusaba a la carne; siendo espíritu que pasa, no volvía a Vos (Ps. 77, 39); y al pasar, iba en pos de fantasmas que no tienen realidad ni en Vos, ni en mí, ni en cuerpo alguno; formas que no creaba vuestra Verdad en mí, sino que fingía mi vanidad a vista de los cuerpos. Como hablador ignorante, decía a vuestros fieles pequeñuelos, mis conciudadanos, de quienes yo sin saberlo, andaba desterrado: "¿Por qué yerra el alma, siendo creada por Dios?" Y (pensando que mi alma era Dios) no quería preguntarme a mí mismo: "¿Y por qué yerra Dios?" Y porfiaba en sostener que vuestra naturaleza inconmutable se veía forzada a errar (en mí), antes que confesar que mi naturaleza mudable se había descarriado por su culpa, y en castigo, vivía en el error.
Tendría como veintiséis o veintisiete años cuando escribí aquellos libros, revolviendo dentro de mí fantasmas corpóreos, que aturdían oídos de mi corazón, los cuales yo aplicaba, oh dulce Verdad, a nuestra interior melodía, meditando en "lo hermoso y lo apto", deseando estar ante Vos, y oíros, y gozarme intensamente por la voz del Esposo (Jn, 3, 29); mas no podía, porque las voces de mi error me arrebataban fuera de mí, y con el peso de mi soberbia caía en el profundo. Porque Vos no dabais a mi oído gozo ni alegría, ni se regocijaban los huesos que no estaban humillados (Ps. 50, 10)".

(San Agustín, Confesiones; Libro IV, capítulo 15).

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