Cuentos sobre generosidad y gatos

-La pequeña limosna.

Los soldados empujaban al joven a través de las atestadas calles que llevaban a la plaza del patíbulo. La muchedumbre se apiñaba en puertas y ventanas y se daba de empellones en las azoteas.
-¿Qué sucede? -preguntó un derviche pobre.
-Al fin han atrapado a ese joven bellaco -respondió alguien-. Ahora va a pagar por sus fechorías.
El derviche se hizo paso luchando entre la multitud, y se quedó boquiabierto de horror al ver a quién llevaban al cadalso. Era el mismo joven que solo un día antes había pasado por el sitio donde mendigaba y echando la más pequeña de las monedas de cobre en las manos del derviche, un mísero "dang". Pero fue suficiente para salvar al anciano del hambre.
Pero ahora el joven estaba a punto de reunirse con la muerte. ¿Qué es lo que podría hacer él, el derviche, ahora que el hacha del verdugo iba a elevarse en el aire?
De repente, el anciano dio un alarido.
-¡El sultán ha muerto! ¡Nuestro amado señor ha muerto! ¡Ay de mí! ¡Ay de nosotros! -gritaba, mientras lloraba, retorciéndose las manos embargado por la pena.
Los gritos de dolor surgieron por todos los lados, la gente sollozaba, golpeándose las cabezas y los pechos. Los soldados corrieron al palacio, seguidos por todo el mundo, excepto, claro está, por el joven. Se habían olvidado de él, y este aprovechó la ocasión para escabullirse de la multitud.
Los soldados irrumpieron en el palacio hasta el salón del trono, y allí, sentado, estaba, y bien vivo, el asombrado sultán.
Enseguida capturaron al anciano y lo arrastraron hasta el trono.
-¿Qué pretendías haciendo esto? -inquirió el sultán-. ¿Acaso no soy un gobernante bueno y justo? ¿Qué te ha poseído para desear mi muerte y toda esta preocupación?
-¡Oh, grande y poderoso señor! -respondió el derviche-. Embustes, y debo admitirlo, fueron las palabras que grité. Pues es evidente que no estáis muerto, para satisfacción de todos, pero, en cambio, un hombre desesperado se libró de la parca.
Y cuando el sultán escuchó toda la historia se divirtió y disfrutó con la inteligencia del derviche. Le hizo un regalo y nada más dijo.
Mientras tanto, el joven, que daba tumbos saliendo de la ciudad, se encontró con un conocido que, saludándolo, le preguntó:
-¿Cómo has conseguido escapar de la muerte?
-Gracias al valor de un anciano... y oh... ¡al mísero dang! -respondió.


-El charlatán lisonjero.

Un buen día, un bribón de lengua lisonjera detuvo en la calle a un hombre de buen corazón para contarle todas sus desdichas.
-Estoy en la miseria, tan atrapado -le dijo- que nunca podré salir de ella. Le debo diez dinares a un hombre tan mezquino e impertinente que la más mísera de las monedas que le adeudo es una pesada carga para mi corazón. No puedo dormir por las noches por culpa de la preocupación, y todas las mañanas, sin falta, llaman a mi puerta, para seguirme el resto del día como una sombra, vejándome con insultos más injuriosos. Parece como si no tuviese más dinero en este mundo. Y estoy seguro de que el único versículo que conoce del libro de la Religión es aquel que reza: "No gastéis". Estoy desesperado, y si tan solo la buena gente me ayudase con una o un par de monedas. Aquel hombre de buena disposición escuchó la historia de buen humor y luego le entregó dos monedas de oro. El pícaro siguió su camino sonriendo como el mismísimo sol.
Pero el hombre de tan gran corazón tenía un amigo le preguntó:
-¿No sabes quién es ese tipo? Todo el mundo lo conoce en esta zona. Si mañana muriese, no habría alma que lo llorase. ¡Es un pedigüeño tan artero y falso que podría cabalgar en los lomos de un tigre!
-¡Ya basta! -respondió el hombre generoso-. Yo lo veo de esta forma: si me decía la verdad, he salvado su honor. Si mentía, he protegido el mío. Hasta la reputación más intachable de una persona necesita defenderse de un hombre tan embustero y charlatán como ese.


-El gato de la anciana.

-¡Ya estoy harto de todo esto! -dijo el gato de una anciana-. Esta choza se cae a pedazos, está llena de corrientes de aire y es incómoda. Me dan tan poca comida que hasta tengo que ir de caza. No y no. Esto no está hecho para mí.
Y se fue a recorrer mundo, buscando un lugar adecuado donde vivir, pero no encontró casa alguna que reuniera las mínimas condiciones que exigía.
Hasta que un buen día llegó al palacio de un sultán. Se deslizó entre las puertas.
-¡Esto es! -se dijo a sí mismo, asomándose a través del dintel-. Hermosos cojines de seda, alfombras cálidas y carne fresca recién asada. Si, por supuesto. Solo un palacio puede ser la residencia para un gato de mi categoría.
Y justo entonces, se oyó el zumbido de una flecha detrás de él. Y otro silbido le rozó la cola. Las flechas volaban una tras de otra, disparadas por los guardias del sultán, cayendo a su alrededor como un aguacero.
El gato maulló de miedo, y lamentándose y sangrando cruzó volando el patio del palacio. Poco después el felino se vio en un estado deplorable.
-¡Piedad! -sollozó, escurriéndose a través de las puertas-. ¡Si salgo con vida de esta, me conformo con la choza de la anciana! ¡Y con un ratoncito de vez en cuando! ¡No desearé nunca nada más!

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