Los tres años y la raíz

Cuando era joven -exclamó Rabi Reubén de Bucarest-, y aún no sabía nada de la naturaleza, leí en la casa de estudios la frase del Levítico 19:23 que dice: "Y cuando entréis en la tierra y hubiereis plantado todo género de árboles de comer, consideraréis su fruto como incircunciso; por tres años os será incircunciso; no se comerá". Una sentencia -prosiguió hablando ante sus alumnos aquel a quien llamaban Gran Corazón en Cuerpo Pequeño, pues era bajito y de miembros delicados-, una sentencia, a mi parecer, que refleja mucha sabiduría.
Viajaban, maestro y discípulos, en tren hacia Tirana. El paisaje que atravesaban estaba nevado y una masa de árboles oscuros aguardaba mejores señales del cielo.
-Esos tres años corresponden a la raíz, al afianzamiento real del árbol en el suelo que propicia su desarrollo -dijo Rabí Reubén de Bucarest.

-¿Pero por qué tres y no dos, tres y no cuatro? -acotó Pinjás, el discípulo mayor-. Con frecuencia encuentro arbitraria y fatigosa toda esa numerología.
El maestro sonrió, miró por la ventanilla del tren, lió con parsimonia su cigarrillo de la tarde y comentó:
-Todo lo vivo late, tiene su ciclo, su ritmo de expansión y contracción. Así ocurre que durante esos tres primero años toda la energía del árbol está polarizada hacia abajo, vibrando con fuerza hacia las profundidades, igual que nosotros cuando comenzamos a estudiar. De ese modo, la raíz busca cariño mineral, sales que acaricien sus barbas hasta tanto la certidumbre de la absorción sea mayor que la conciencia de su ubicación. Sigue siendo un proceso paralelo, nosotros debemos aguardar meses y hasta años hasta que la fertilidad de lo hondo se convierte en el don de la superficie y el espontáneo trazo de nuestras mejores acciones es capaz de nutrir el hambre espiritual de los demás. Por otra parte, ¡a veces pasan más de tres años hasta que podemos comer nuestros propios frutos de la Torá y no los gajos o migajas de saber que nos tiende otro!
-¿Insinúas -le interrogó Simón, otro de los alumnos del maestro a quien llamaban Gran Corazón en Cuerpo Pequeño-, insinúas que el tiempo que abarca esa ciega labor subterránea es indispensable? Un ser humano no es un árbol. Se mueve, jamás está fijo, viaja como nosotros ahora. ¿Acaso, como los guindos o serbales, debemos estar tres años en el mismo lugar para que algo comestible surja de nosotros?
Lanzando una bocanada de humo, Reubén de Bucarest explicó:
-Lo único que sé es que cuando cumplí treinta años fui a pasar un verano a la granja de mi tío Samuel a quien no veía desde niño, y fue él quien me enseño, recordando la cita bíblica, que el ·entréis en la tierra" del pasaje levítico tiene el doble sentido de observar lo que hay dejado de ella, es decir, el trabajo de la raíz, la humilde tarea en la que no repara casi nadie; y con posterioridad el giro de esa misma idea en la página que se estudia, pues los signos escritos equivalen a las semillas vegetales, así como estas escriban en sus grumosos surcos el alfabeto sabroso de las manzanas o las peras. Debemos pasar una y otra vez del saber comer al comer saber para que el entrar en la tierra equivalga al ingresar en los senderos más hermosos y profundos de la Torá. Aquello que flor y fruto sintetizan en la copa antes ha sido analizado humildemente por la raíz, que necesita tres años para impulsar hacia al cielo el poder que le ha concedido la tierra.


El entréis de la frase del Levítico 19:23 traduce exiguamente y mal el hebreo tabou, vendréis, lleguéis, por cuanto esa expresión, legible además como be-ot, en la letra, en el signo, señala y confirma la idea zohárica respecto del paralelo existente entre el ritmo agrícola y el método de lectura que propone la Kábala.

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